Elisabeth Kubler-Ross. Acompañar a Morir, Una mirada de Amor .


 


 Un estudiante de psicología que estaba terminando la carrera se debatía interiormente debido a la pérdida que supondría la muerte de su abuelo, el cuál había contribuido a su educación y estaba gravemente enfermo. Según dijo, parte de su conflicto residía en la decisión de aplazar su último año de estudios para pasar más tiempo con él. Pero también se sentía impelido a terminar la carrera en aquel momento porque estaba aprendiendo mucho sobre la vida. -“Lo que estoy aprendiendo ahora en la facultad- explicó-, me está ayudando de verdad a crecer como persona.” -“Si quieres crecer como persona y aprender, debes darte cuenta que el universo te ha matriculado en un curso de postgrado de la vida llamado “pérdida”, le respondí”.  
Al final perdemos todo lo que tenemos, sin embargo, lo que de verdad importa no se pierde nunca. Nuestras casas, coches, empleo y dinero, nuestra juventud, e incluso nuestros seres queridos son sólo un préstamo. Como todo lo demás, nuestros seres queridos no nos pertenecen. Pero esta realidad no tiene que entristecernos, sino todo lo contrario, pues nos permite valorar las múltiples y maravillosas experiencias y cosas de las que disfrutamos durante nuestra vida en este mundo. Si la vida es una escuela, la pérdida es, en muchos aspectos, la asignatura más importante del programa de estudio. Cuando sufrimos una pérdida, experimentamos también el cariño de nuestros seres queridos ( y a veces inclusos los desconocidos) sienten por nosotros en nuestros momentos de necesidad. Una pérdida es un vacío en nuestro corazón, pero es un vacío que reclama más amor y que nos permite albergar el de los demás.

Llegamos a este mundo sintiendo la pérdida del útero de nuestra madre, aquel mundo perfecto que nos había creado. Somos arrojados a un lugar en el que no siempre nos alimentan cuando tenemos hambre y en el que no sabemos si nuestra madre volverá a nuestro lado cuando se aleja; un lugar en el que nos gusta que nos sostengan en brazos, pero donde, de repente, nos dejan sin más. Donde a medida que crecemos perdemos nuestros amigos cuando ellos o nosotros nos mudamos, y a nuestros juguetes, cuando se rompen o los extraviamos y donde también perdemos el campeonato de béisbol. Donde tenemos nuestros primeros amores, pero los perdemos. Y la lista de pérdidas no ha hecho más que empezar. Durante los años siguientes perdemos profesores, amigos y los sueños de la infancia. Todas las cosas intangibles, como los sueños, la juventud y la independencia, al final se desvanecen o terminan. Todas nuestras pertenencias son solo un préstamo. ¿Acaso fueron alguna vez verdaderamente nuestras?. Nuestra realidad en esta tierra no es permanente, tampoco lo son nuestras propiedades. Todo es temporal. 
La permanencia es imposible y al final aprendemos que no hallaremos la seguridad en el intento de conservarlo todo ni rehuyendo la experiencia de la pérdida. La verdad es que, no nos gusta ver la vida desde esta perspectiva. Nos gusta fingir que siempre gozaremos de la vida y de las cosas que hay en ella, y no queremos enfrentarnos a la última pérdida que viviremos: la muerte misma. Es curioso ver cómo fingen muchos familiares de enfermos terminales cuando llega el final. No queremos hablar de la pérdida que están sufriendo y mucho menos comentarlo con los seres queridos que van a morir. El personal de los hospitales tampoco quiere explicar nada a los pacientes; qué iluso por nuestra parte creer que las personas que se acercan al final de su vida no son concientes de la situación y qué absurdo creer que eso los ayude. Más de un paciente terminal ha mirado a sus familiares y les ha dicho con severidad :”No intentéis ocultarme que me estoy muriendo. ¿Cómo podéis no hablar de este hecho? ¿No os dais cuenta de que todo ser viviente me recuerda que estoy muriendo?”.



 La mayoría de nosotros nos resistimos y luchamos contra las pérdidas que experimentamos a lo largo de nuestras vidas, y la vida es pérdida. La vida no puede cambiar y nosotros no podemos crecer si no existe la pérdida. Un antiguo dicho judío dice que si bailas en muchas bodas, llorarás en muchos funerales. Eso significa que si estamos en muchos comienzos también estaremos en muchos finales. Si tenemos muchos amigos sentiremos muchas pérdidas. Si creemos que hemos sufrido grandes pérdidas es sólo porque hemos recibido muchas bendiciones durante la vida. Las pérdidas que experimentamos pueden ser grandes o pequeñas, desde la muerte de nuestros padres a no encontrar un número de teléfono. Y también pueden ser permanentes, como ocurre con la muerte, o temporales, como cuando añoramos a nuestros hijos mientras estamos de viaje. Hay cinco etapas que describen la forma en que reaccionamos frente a cualquier pérdida, no sólo ante la muerte. 
Estas etapas pueden aplicarse a todas nuestras pérdidas, ya sean grandes o pequeñas, permanentes o temporales. Supongamos que un hijo nuestro nace ciego. Experimentaremos una sensación de pérdida profunda y reaccionaremos de una de las siguientes maneras:   
 Negación: “Los médicos dicen que no puede seguir los objetos con la mirada, pero dadle tiempo y cuando crezca lo hará”.  
–         Rabia: “¡Los médicos tendrían que haberlo sabido! ¡Nos lo tendrían que haber dicho! ¿Porqué Dios nos ha hecho esto?.”   
 –         Negociación: “Podré soportarlo siempre que pueda aprender a cuidar de sí mismo cuando sea mayor”.  
–         Depresión: “Es terrible. Su vida estará tan limitada”. 
–         Aceptación: “Nos enfrentaremos a los problemas conformen surjan. Y a pesar de todo, podrá disfrutar de una vida llena de amor”. 
  Supongamos por otro lado y desde el punto de vista más superficial, que se nos cae una lente de contacto. Respondemos de la misma manera. No todo el mundo pasa por todas estas etapas cuando experimenta una pérdida. Las reacciones no siempre ocurren en el mismo orden. Sin embargo, sufrimos muchas pérdidas y de muchas maneras, y siempre respondemos de una u otra forma ante ella. Gracias a las pérdidas, adquirimos experiencia en este tipo de situaciones, tras lo cual estamos más preparados para enfrentarnos a la vida. Sintamos lo que sintamos cuando perdemos algo o a alguien, será exactamente lo que tenemos que sentir. Nunca debemos decirle a alguien: “Ya has experimentado la negación durante bastante tiempo, ahora debes sentir rabia”, ni nada parecido, porque no sabemos cómo ha de ser el proceso de sanación de las otras personas. Las pérdidas se sienten como se sienten. Nos hacen sentir vacíos, desvalidos, paralizados, inútiles, rabiosos, tristes y temerosos. No queremos dormir o bien queremos dormir continuamente; no tenemos apetito o queremos comer todo lo que encontramos. Podemos ir de un extremo a otro o pasar por todas las etapas intermedias. 
Experimentar cualquiera de estas sensaciones o todas, forma parte del proceso de sanación. Quizás lo único cierto respecto a la sensación de pérdida es que el tiempo lo cura todo. Por desgracia, la sanación no siempre es un proceso directo, no es como la línea ascendente de un gráfico que nos transporta de forma rápida y suave a la integridad, sino como una montaña rusa: subimos hacia la integridad y de repente nos hundimos en la desesperación; parece que vamos hacia atrás y entonces avanzamos, y después nos parece que retrocedemos al principio. Eso es la sanación. Es seguro que sanaremos y que volveremos a sentirnos completos. Quizás no recuperemos lo que hemos perdido, pero sanaremos. Y en un momento de nuestro viaje por la vida, descubriremos que nunca tuvimos realmente, del modo que creíamos, a la persona o la cosa por cuya pérdida nos lamentamos. Y también comprobaremos que siempre la tendremos, aunque de un modo distinto. Aspiramos a sentirnos completos. Esperamos poder conservar a las personas y las cosas exactamente como son, pero en el fondo sabemos que no es posible.
 La pérdida es una de las lecciones más difíciles de la vida. Intentamos que nos resulte más fácil revistiéndola de un aire romántico, pero el dolor de la separación de algo o de alguien a quien queremos es una de las experiencias más duras que podamos vivir. A veces nos hace sentir más tristes, solitarios y vacíos. Del mismo modo que no hay bien sin mal, ni luz sin oscuridad no hay crecimiento sin pérdida. Y aunque pueda parecer extraño, tampoco hay pérdida sin crecimiento. Esta es una idea difícil de comprender y quizás por eso siempre nos sorprende. Algunos de los mejores maestros en esta materia son padres que han perdido a sus hijos debido al cáncer. Al principio dicen que esta experiencia es el fin de su mundo, lo cual es comprensible. Años más tarde, algunos dicen que han crecido gracias a aquella tragedia. Como es lógico, habrían preferido no perder a sus hijos, pero su pérdida les ha ayudado de una forma que no esperaban. Aprendieron que “es mejor amar y haber perdido que no haber amado nunca”. Lo cierto es que, en general, no cambiaríamos la experiencia de amar y perder a nuestros seres amados por la de no haberlos tenido nunca. Si sólo miramos por encima nuestra vida y las pérdidas que hemos experimentado, puede resultar difícil comprobar que hemos crecido, pero crecemos. Las personas que han experimentado pérdidas a la larga se hacen más fuertes y más completas. 
-Cuando alcanzamos cierta edad solemos perder pelo, pero nos damos cuenta de que lo que hay en nuestro interior es cuando menos, tan importante como nuestro interior. -Cuando nos jubilamos ganamos menos, pero gozamos de mayor libertad. -Cuando nos hacemos viejos perdemos independencia, pero recibimos parte del amor que dimos a los demás. -A menudo, cuando sufrimos la pérdida de lo que poseemos en esta vida, nos lamentamos, pero después descubrimos que somos más libres y que nuestro destino era viajar por este mundo ligero de equipaje. -A veces, cuando las relaciones se terminan, descubrimos quienes somos, no en relación con las otras personas, sino con respecto a nosotros mismos. -Debemos perder algunas cosas o capacidades para que nos demos cuenta de cuanto valoramos lo que nos queda. La pérdida de nuestros seres queridos debido a la muerte es sin duda una de las experiencias más desgarradoras que podemos vivir. Sin embargo, algunas personas que han perdido a alguien por un divorcio o una separación, dicen con todos los respetos, que la muerte no es la pérdida máxima. Según ellos, la separación de aquellos a quienes amamos por una razón distinta a la muerte, es una de las separaciones más difíciles. Saber que la otra persona sigue con su vida y no poder compartirla con ella causa mayor dolor y hace que la decisión de continuar sea mucho más difícil que en el caso de la separación permanente debida a la muerte. Al fin y al cabo, encontramos nuevas maneras de compartir la existencia de aquellos que han fallecido, puesto que viven en nuestro corazón y en nuestra memoria. De los moribundos hemos aprendido cosas interesantes sobre las pérdidas, y los que han estado clínicamente muertos y que han regresado a la vida nos han enseñado lecciones claras y comunes a todos ellos. La 1º es que ya no tienen miedo a la muerte. La 2º, que ahora saben que la muerte sólo consiste en despojarse del cuerpo físico, igual que nos deshacemos de un traje cuando ya no lo necesitamos. La 3º, que recuerdan haber experimentado, al morir, un sentimiento profundo de plenitud y de unión con todo y con todos y ningún sentimiento de pérdida. Por último, dicen que no estaban solos, que siempre había alguien con ellos. 
 Un hombre de unos 30 años me contó que su mujer lo había abandonado de forma inesperada. Se sentía totalmente desolado. Mientras me hablaba de la angustia que experimentaba, levantó la vista y me dijo: -¿El sentimiento de pérdida es esto? Muchos amigos míos han perdido a seres queridos debido a separaciones, divorcios, e incluso la muerte. Estaban tristes y me decían que lo pasaban mal, pero yo no tenía ni idea de cómo se sentían. Ahora que lo sé, querría dirigirme a ellos y decirles que lo siento, que no sabía por lo que estaban pasando. Ahora he crecido y soy mucho más compasivo. En el futuro cuando un amigo sufra una pérdida, me comportaré de un modo totalmente distinto y le daré todo mi apoyo. Estaré disponible para él de manera en la que nunca había pensado y comprenderé el dolor por el que él estará pasando como nunca antes imaginé”. Este es uno de los objetivos por los que experimentamos pérdidas en nuestra vida. Las pérdidas nos unen, nos ayudan en profundizar en la compresión mutua, nos permiten relacionarnos de un modo que ninguna otra lección de la vida nos ofrece. Cuando estamos unidos en una experiencia de pérdida, nos preocupamos los unos de los otros y nos relacionamos de un modo nuevo y más profundo. La única cosa que resulta tan difícil como sufrir una pérdida es vivir en la incertidumbre de si va a suceder o no. Los enfermos dicen a menudo: “¡Desearía mejorar o morir!” o “Los días de espera para saber los resultados de las pruebas son insoportables”. Una pareja que intentaba recomponer su relación se quejaba: “La separación nos está matando, ojala podamos hacer funcionar nuestra relación o darla por terminada definitivamente.” 
En ocasiones la vida nos obliga a vivir en la incertidumbre sin saber si experimentaremos o no el sentimiento de pérdida. A veces tenemos que esperar durante horas para saber si la operación ha ido bien, unos días para conocer los resultados de la prueba o un período indeterminado de tiempo mientras algún ser querido se enfrenta a su enfermedad. Otras veces, cuando un niño se pierde, nos vemos obligados a experimentar la incertidumbre durante horas, días, semanas o períodos más largos. Las familias de los soldados que han desaparecido en combate viven con la angustia la situación. Muchas de ellas siguen sin hacerlo hasta que sepan, de forma definitiva, si han muerto o han sido rescatados. Pero también es posible que esa información no les llegue nunca. Norteamérica sufrió el dolor de la incertidumbre cuando la avioneta de John F. Kennedy hijo se dio por desaparecida durante unos días. El gobierno local, el estatal y el federal utilizaron todos los recursos de los que disponían para averiguar lo que había ocurrido porque el país necesitaba un final. Experimentar la incertidumbre de una pérdida es, en sí misma, una pérdida. No importa cuál sea el resultado de la situación porque constituye igualmente una pérdida a la que debemos sobreponernos. 

Las pérdidas son complicadas y rara vez nos dejan indiferentes. Además nadie puede predecir cual va ha ser su reacción ante una pérdida. El dolor es algo personal. Los sentimientos pueden ser contradictorios o abrumadores, y también podemos experimentarlos con retraso. Una pérdida, o incluso una posible pérdida, afecta a muchas vidas: la de la familia, los amigos, los compañeros de trabajo y también de los profesionales de la medicina que se ocupan del paciente. Todo el mundo se siente herido, incluso las mascotas de esa persona. Todo el mundo experimenta la sensación de pérdida y esto puede unirnos o separarnos. Durante un seminario, una mujer se lamentó de la pérdida de su esposo, no debido a la muerte sino al divorcio. Nos pareció interesante porque dijo que sus problemas empezaron mientras él luchaba contra el cáncer. “Durante el tratamiento yo me quedaba despierta por la noche y lo observaba respirar. Me consumía la idea de perderlo. Permanecía despierta y me preguntaba que haría el día que dejara de respirar. No podía soportar pensar en lo que pudiera pasar, en perderlo. Al final, sufrí una depresión nerviosa y me separé de él a causa de la culpa que sentía. Ahora, después de unos años, él disfruta de muy buena salud. 

De aquella situación aprendí que cuando alguien se enfrenta a una enfermedad que puede suponerle la muerte, toda la atención se centra en esa persona. Todo gira en torno a cómo evoluciona la enfermedad, cómo responde al tratamiento, etc. En aquellos momentos me sentí muy egoísta por experimentar mis propios sentimientos, mis propios miedos. En ningún momento se me ocurrió exclamar: “¡Eh, y yo qué!”. No me parecía bien. Yo no era el paciente, así que ¿Quién era yo para necesitar ayuda cuando era él el que se estaba muriendo? Por lo tanto no dije nada y al final estallé”. Nuestro dolor se complica cuando la pérdida está acompañada de circunstancias como defunciones múltiples, un asesinato, una epidemia, o cuando la muerte es repentina. Como efecto secundario, quizás sintamos rabia por las circunstancias de la muerte, un choque emocional por su rapidez, etc. De hacho creo que todo el dolor que sentimos es complicad; raras veces es simple. 
Sentimos la pérdida en nuestro momento y a nuestra manera y, de hecho, la negación es un favor que se nos concede: experimentamos nuestros sentimientos cuando nos llega el momento; permanecen a salvo hasta que estamos preparados. Esto les ocurre con frecuencia a los niños y los adolescentes que pierden a sus padres. Quizás no sientan mucho dolor hasta que sean adultos y puedan soportarlo. No podemos escapar de nuestro pasado. Muchas veces, la tristeza del pasado se mantiene latente hasta que estamos preparados para experimentarla. A veces, las pérdidas nuevas desencadenan la antigua y no sentimos y no sentimos una pérdida hasta más tarde, cuando sufrimos otra. Muchas personas experimentan sentimientos contradictorios ante la pérdida de algunos seres queridos, sobre todo cuando se trata de padres que le inspiraban emociones encontradas. El principal obstáculo para enfrentarse y superar ese sentimiento de pérdida es que no comprenden cómo pueden sentir lo que sienten por alguien con quien realmente no se entendían. “Mi madre era tan mezquina conmigo- explicó una mujer-. Era literalmente una tirana. ¿Por qué me duele que haya muerto?”. Lloramos por la pérdida de los que cuidaron de nosotros como correspondía y también por la de aquellos que no nos dieron el amor que merecíamos. 
Podemos sentirnos verdaderamente afligidos por la pérdida de personas que se portaron de un modo terrible con nosotros. Pero si sentimos aflicción por su pérdida, debemos experimentarla. Tenemos que darnos tiempo para llorar y sentir nuestras pérdidas y aceptar que no podemos negar esos sentimientos incluso si creemos que esa persona no merecía nuestro amor. Tanto si el sentimiento de pérdida es complicado como si no, todos sanaremos a nuestro debido tiempo y a nuestra manera. Nadie puede decirnos que ya deberíamos haberlo superado o que el proceso va demasiado rápido. 
El dolor es siempre individual. Siempre que avancemos en la vida y no nos quedemos estancados, estaremos sanando nuestro dolor. Muchas veces sin saberlo, recreamos pérdidas para enfrentarnos a ellas, aceptarlas y finalmente, superarlas. Otras veces, si hemos resultado heridos por una pérdida, desarrollamos maneras de protegernos: nos distanciamos de nuestros sentimientos, los negamos, ayudamos a otros a superar sus heridas para no sentir las nuestras o nos volvemos auto suficiente para no necesitar a nadie nunca más. Si nos preguntamos porque no dejamos de encontrarnos con personas que nos abandonan, quizás sea porque el universo nos envía a esas personas y situaciones para ayudarnos a sanar nuestro sentimiento de pérdida. Al final, sanaremos. De hecho, el proceso de sanación ya está en marcha. No obstante, hay veces que la lección de sanar una vieja pérdida consiste en darnos cuenta de que no podemos evitar sufrir otras nuevas. Cuando nos protegemos frente a las pérdidas, recaemos en ellas. Quizás nos mantengamos alejados de otras personas para asegurarnos de que no las perderemos, pero eso es ya una pérdida en sí. Las pérdidas suponen, a menudo, una iniciación a la etapa adulta. 

Las pérdidas nos convierten en hombres y mujeres auténticos, en amigos y esposos verdaderos. La pérdida es un derecho de paso; es cruzar el fuego para pasar al otro lado de la vida. “Cuando era niño, vi caer a mi madre al suelo justo cuando acababan de darle el alta en el hospital. Aquella caída me asustó y le dije que debería volver a ingresar. Ella observó mi cara asustada y me dijo:-Las personas se caen, y en el mejor de los casos vuelven a levantarse. Esto es la vida”. Las pérdidas son, en muchos aspectos, como las caídas. Hay algo arquetípico, ya sea de algo, de alguien, del equilibrio o la armonía. Atravesamos el fuego y cambiamos. Algo nuevo surge de nuestro paso por el fuego; ya no somos un diamante en bruto. La sociedad y también las familias y los individuos, experimentan pérdidas. Al principio, algunas familias viven en el caos que sigue a una pérdida y se desestructuran pero después sus sentimientos cambian y la familia vuelve a unirse. Para sanar una pérdida hay que pasar por varias etapas. 
Sentimos y reconocemos las pérdidas cuando estamos preparados. Debemos permitir que la clemencia de la negación actúe y recordar que sentiremos lo que tenemos que sentir cuando llegue el momento. Descubriremos entonces que la única manera de superar el dolor es experimentarlo. Lo comprenderemos cuando estemos preparados. Muchas veces, asimilamos una pérdida no pasados unos días o unos meses, sino al cabo de unos años. Con el tiempo descubrimos que podemos aceptar un mundo en el que hemos sufrido una pérdida. En la observación de cómo se enfrentan las personas a la muerte percibimos mucho simbolismo. Al principio quieren hacerse muchas fotografías, como si quisieran dejar constancia de que estuvieron aquí. Conforme su enfermedad avanza, pasan a menudo por una nueva etapa y ya no quieren salir tanto en las fotografías. Se dan cuenta de que estas tampoco son duraderas: en el mejor de los casos pasaría a manos de otra generación que ni siquiera los conocerán. Entonces descubren que lo que importa de verdad es su propio corazón y el de sus seres queridos y descubren esa parte del sentimiento de pérdida que podemos trascender. Todos podemos encontrar esas partes genuinas nuestras y de nuestros seres queridos que no se pierden. Y también podemos aprender que lo que realmente importa es eterno y nuestro para siempre. El amor que hemos sentido y que hemos dado no puede perderse. Incluso cuando experimentamos nuestro sentimiento de pérdida más profundo, sabemos que la vida continúa. Por muchas pérdidas y finales que se produzcan en nuestra vida, siempre hay nuevos comienzos a nuestro alrededor. En medio del dolor , la pérdida puede parecer eterna, pero el ciclo de la vida no deja de manifestarse.

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