El Budismo:Una conferencia por Jorge Luis Borges. Parte I
Esa longevidad puede explicarse por razones históricas, pero tales razones son fortuitas o, mejor dicho, son discutibles, falibles. Creo que hay dos causas fundamentales. La primera es la tolerancia del budismo. Esa extraña tolerancia no corresponde, como en el caso de otras religiones, a distintas épocas: el budismo siempre fue tolerante.
No ha recurrido nunca al hierro o al fuego, nunca ha pensado que el hierro o el fuego fueran persuasivos. Cuando Asoka, emperador de la India, se hizo budista, no trató de imponer a nadie su nueva religión. Un buen budista puede ser luterano, o metodista, o presbiteriano, o calvinista, o sintoísta, o taoísta, o católico, puede ser prosélito del Islam o de la religión judía, con toda libertad. En cambio, no le está permitido a un cristiano, a un judío, a un musulmán, ser budista.
La tolerancia del budismo no es una debilidad, sino que pertenece a su índole misma. El budismo fue, ante todo, lo que podemos llamar un yoga. ¿Qué es la palabra yoga? Es la misma palabra que usamos cuando decimos yugo y que tiene su origen en el latín yugu.
Un yugo, una disciplina que el hombre se impone. Luego, si comprendemos lo que el Buddha predicó en aquel primer sermón del Parque de las Gacelas de Benares hace dos mil quinientos años, habremos comprendido el budismo. Salvo que no se trata de comprender, se trata de sentido de un modo hondo, de sentido en cuerpo y alma; salvo, también, que el budismo no admite la realidad del cuerpo ni del alma. Trataré de exponerlo.
Además, hay otra razón. El budismo exige mucho de nuestra fe. Es natural, ya que toda religión es un acto de fe. Así como la patria es un acto de fe. ¿Qué es, me he preguntado muchas veces, ser argentino? Ser argentino es sentir que somos argentinos. ¿Qué es ser budista?
Ser budista, es, no comprender, porque eso puede cumplirse en pocos minutos, sentir las cuatro nobles verdades y el óctuple camino.
No entraremos en los vericuetos del óctuple camino, pues esa cifra obedece al hábito hindú de dividir y subdividir, pero si en las cuatro nobles verdades.
Hay, además, la leyenda del Buddha. Podemos descreer de esa leyenda. Tengo un amigo japonés, budista zen, con el cual he mantenido largas y amistosas discusiones. Yo le decía que creía en la verdad histórica del Buddha. Creía, y creo, que hace dos mil quinientos años hubo un príncipe del Nepal llamado Siddharta o Gautama que llegó a ser el Buddha, es decir, el Despierto, el Lúcido -a diferencia de nosotros que estamos dormidos o que estamos soñando ese largo sueño que es la vida -. Recuerdo una frase de Joyce: "La historia es una pesadilla de la que quiero despertarme." Pues bien, Siddharta, a la edad de treinta años, llegó a despertarse y a ser el Buddha.
Con aquel amigo que era budista (yo no estoy seguro de ser cristiano y estoy seguro de no ser budista) yo discutía y le decía: "¿Por qué no creer en el príncipe Siddharta, que nació en Kapilovastu quinientos años antes de la era cristiana?" Él me respondía: "Porque no tiene ninguna importancia; lo importante es creer en la Doctrina". Agregó, creo que con más ingenio que verdad, que creer en la existencia histórica del Buddha o interesarse en ella seria algo así como confundir el estudio de las matemáticas con la biografía de Pitágoras o Newton. Uno de los temas de meditación que tienen los monjes en los monasterios de la China y el Japón, es dudar de la existencia del Buddha. Es una de las dudas que deben imponerse para llegar a la verdad.
Las otras religiones exigen mucho de nuestra credulidad. Si somos cristianos, debemos creer que una de las tres personas de la Divinidad condescendió a ser hombre y fue crucificado en Judea. Si somos musulmanes tenemos que creer que no hay otro dios que Dios y que Muhammad es su apóstol. Podemos ser buenos budistas y negar que el Buddha existió o, mejor dicho, podemos pensar, debemos pensar que no es importante nuestra creencia en lo histórico: lo importante es creer en la Doctrina. Sin embargo, la leyenda del Buddha es tan hermosa que no podemos dejar de referirla.Los franceses se han dedicado con especial atención al estudio dé la leyenda del Buddha. Su argumento es éste: la biografía del Buddha es lo que le ocurrió a un solo hombre en un breve periodo de tiempo. Puede haber sido de este modo o de tal otro. En cambio, la leyenda del Buddha ha iluminado y sigue iluminando a millones de hombres. La leyenda es la que ha inspirado tantas hermosas pinturas esculturas y poemas. El budismo, además de ser una religión, es una mitología, una cosmología, un sistema metafísico, o, mejor dicho, una serie de sistemas metafísicos, que no se entienden y que discuten entre sí.
La leyenda del Buddha es iluminativa y su creencia no se impone.
En el Japón se insiste en la no historicidad del Buddha. Pero sí en la Doctrina. La leyenda empieza en el cielo. En el cielo hay alguien que durante siglos y siglos, podemos decir literalmente, durante un número infinito de siglos, ha ido perfeccionándose hasta comprender que en la próxima encarnación será el Buddha.
Elige el continente en que ha de nacer. Según la cosmogonía budista el mundo está dividido en cuatro continentes triangulares y en el centro hay una montaña de oro: el monte Meru. Nacerá en el que corresponde a la India. Elige el siglo en que nacerá; elige la casta, elige la madre. Ahora, la parte terrenal de la leyenda. Hay una reina, Maya. Maya significa ilusión. La reina tiene un sueño que corre el albur de parecernos extravagante pero no lo es para los hindúes.
Casada con el rey Suddhodana, soñó que un elefante blanco de seis colmillos, que erraba en las montañas del oro, entró en su costado izquierdo sin causarle dolor. Se despierta; el rey convoca a sus astrólogos y éstos le explican que la reina dará a luz un hijo que podrá ser el emperador del mundo o que podrá ser el Buddha: el Despierto, el Lúcido, el ser destinado a salvar a todos los hombres. Previsiblemente, el rey elige el primer destino: quiere que su hijo sea el emperador del mundo.Volvamos al detalle del elefante blanco de seis colmillos. Oldemberg hace notar que el elefante de la India es animal doméstico y cotidiano. El color blanco es siempre símbolo de inocencia. ¿Por qué seis colmillos? Tenemos que recordar (habrá que recurrir a la historia alguna vez) que el número seis, que para nosotros es arbitrario y de algún modo incómodo (ya que preferimos el tres o el siete), no lo es en la India, donde se cree que hay seis dimensiones en el espacio: arriba, abajo, atrás, adelante, derecha, izquierda. Un elefante blanco de seis colmillos no es extravagante para los hindúes.
El rey convoca a los magos y la reina da a luz sin dolor. Una higuera inclina sus ramas para ayudarla. El hijo nace de pie y al nacer da cuatro pasos: al Norte, al Sur, al Este y al Oeste, y dice con voz de león: "Soy el incomparable; éste será mi último nacimiento". Los hindúes creen en un número infinito de nacimientos anteriores. El príncipe crece, es el mejor arquero, es el mejor jinete, el mejor nadador, el mejor atleta, el mejor calígrafo, confuta a todos los doctores (aquí podemos pensar en Cristo y los doctores). A los dieciséis años se casa.
El padre sabe - los astrólogos se lo han dicho - que su hijo corre el peligro de ser el Buddha, el hombre que salva a todos los demás si conoce cuatro hechos que son: la vejez, la enfermedad, la muerte y el ascetismo. Recluye a su hijo en un palacio, le suministra un harén, no diré la cifra de mujeres porque corresponde a una exageración hindú evidente. Pero, por qué no decirlo: eran ochenta y cuatro mil.
El príncipe vive una vida feliz; ignora que hay sufrimiento en el mundo, ya que le ocultan la vejez, la enfermedad y la muerte. El día predestinado sale en su carroza por una de las cuatro puertas del palacio rectangular. Digamos, por la puerta del Norte. Recorre un trecho y ve un ser distinto de todos los que ha visto. Está encorvado, arrugado, no tiene pelo. Apenas puede caminar, apoyándose en un bastón. Pregunta quién es ese hombre, si es que es un hombre. El cochero le contesta que es un anciano y que todos seremos ese hombre si seguimos viviendo.
El príncipe vuelve al palacio, perturbado. Al cabo de seis días vuelve a salir por la puerta del Sur. Ve en una zanja a un hombre aún más extraño, con la blancura de la lepra y el rostro demacrado. Pregunta quién es ese hombre, si es que es un hombre. Es un enfermo, le contesta el cochero; todos seremos ese hombre si seguimos viviendo. El príncipe, ya muy inquieto, vuelve al palacio. Seis días más tarde sale nuevamente y ve a un hombre que parece dormido, pero cuyo color no es el de esta vida. A ese hombre lo llevan otros. Pregunta quién es. El cochero le dice que es un muerto y que todos seremos ese muerto si vivimos lo suficiente.
El príncipe está desolado. Tres horribles verdades le han sido reveladas: la verdad de la vejez, la verdad de la enfermedad, la verdad de la muerte. Sale una cuarta vez. Ve a un hombre casi desnudo, cuyo rostro está lleno de serenidad. Pregunta quién es. Le dicen que es un asceta, un hombre que ha renunciado a todo y que ha logrado la beatitud.
El príncipe resuelve abandonar todo; él, que ha llevado una vida tan rica. El budismo cree que el ascetismo puede convenir, pero después de haber probado la vida. No se cree que nadie deba empezar negándose nada. Hay que apurar la vida hasta las heces y luego desengañarse de ella; pero no sin conocimiento de ella.
El príncipe resuelve ser el Buddha. En ese momento le traen una noticia: su mujer, Jasodhara, ha dado a luz un hijo. Exclama: "Un vínculo ha sido forjado." Es el hijo que lo ata a la vida. Por eso le dan el nombre de Vínculo. Siddharta está en su harén, mira a esas mujeres que son jóvenes y bellas y las ve ancianas horribles, leprosas. Va al aposento de su mujer. Está durmiendo. Tiene al niño en los brazos. Está por besarla, pero comprende que si la besa no podrá desprenderse de ella, y se va.
Busca maestros. Aquí tenemos una parte de la biografía que puede no ser legendaria. ¿Por qué mostrarlo discípulo de maestros que después abandonará? Los maestros le enseñan el ascetismo, que él ejerce durante mucho tiempo. Al final está tirado en medio del campo, su cuerpo está inmóvil y los dioses que lo ven desde los treinta y tres cielos, piensan que ha muerto. Uno de ellos, el más sabio, dice:
"No, no ha muerto; será el Buddha". El príncipe se despierta, corre a un arroyo que está cerca, toma un poco de alimento y se sienta bajo la higuera sagrada: el árbol de la ley, podríamos decir.
Sigue un entreacto mágico, que tiene su correspondencia con los Evangelios: es la lucha con el demonio. El demonio se llama Mara.
Ya hemos visto esa palabra nightmare, demonio de la noche. El demonio siente que domina el mundo pero que ahora corre peligro y sale de su palacio. Se han roto las cuerdas de sus instrumentos de música, el agua se ha secado en las cisternas. Apresta sus ejércitos, monota en el elefante que tiene no sé cuántas millas de altura, multiplica sus brazos, multiplica sus armas y ataca al príncipe. El príncipe está sentado al atardecer bajo el árbol del conocimiento, ese árbol que ha nacido al mismo tiempo que él.
El demonio y sus huestes de tigres, leones, camellos, elefantes y guerreros monstruosos le arrojan flechas. Cuando llegan a él, son flores. Le arrojan montañas de fuego, que forman un dosel sobre su cabeza. El príncipe medita inmóvil, con los brazos cruzados. Quizá no sepa que lo están atacando. Piensa en la vida; está llegando al nirvana, a la salvación. Antes de la caída del sol, el demonio ha sido derrotado. Sigue una larga noche de meditación; al cabo de esa noche, Siddharta ya no es Siddharta. Es el Buddha: ha llegado al nirvana.
Resuelve predicar la ley. Se levanta, ya se ha salvado, quiere salvar a los demás. Predica su primer sermón en el Parque de las Gacelas de Benares. Luego otro sermón, el del fuego, en el que dice que todo está ardiendo: almas, cuerpos, cosas están en: fuego. Más o menos por aquella fecha, Heráclito de Éfeso decía que todo es fuego.
Su ley no es la del ascetismo, ya que para el Buddha el ascetismo es un error. El hombre no debe abandonarse a la vida carnal porque la vida carnal es baja, innoble, bochornosa y dolorosa; tampoco al ascetismo, que también es innoble y doloroso. Predica una vía media -para seguir la terminología teológica -, ya ha alcanzado el nirvana y vive cuarenta y tantos años, que dedica a la prédica. Podría haber sido inmortal pero elige el momento de su muerte, cuando ya tiene muchos discípulos.
Muere en casa de un herrero. Sus discípulos lo rodean. Están desesperados. ¿Qué van a hacer sin él? Les dice que él no existe, que es un hombre como ellos, tan irreal y tan mortal como ellos, pero que les deja su Ley. Aquí tenemos una gran diferencia con Cristo. Creo que Jesús les dice a sus discípulos que si dos están reunidos, él será el tercero. En cambio, el Buddha les dice: les dejo mi Ley. Es decir, ha puesto en movimiento la rueda de la ley en el primer sermón. Luego vendrá la historia del budismo. Son muchos los hechos: el lamaísmo, el budismo mágico, el Mahayana o gran vehículo, que sigue al Hinayana o pequeño vehículo, el budismo zen del Japón.
Jorge Luis Borges
Comentarios
Yo tengo unas copias de ella que siempre reparto a los alumnos porque me encanta!
Contá tu anecdota con Borges!
Si es verdad que el maestro tiene una increíble manera de hacerte sentir que el budismo es una obra de arte.
En la segunda parte prometo contar la anécdota con el...
besos
Adri